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La ‘maldición’ de la momia del Titanic.



El periodista William T. Stead iba a bordo del Titanic. Se reunió con varios caballeros en la sala de fumadores. Sentados a la mesa y envueltos por el humo del tabaco, Stead les contó la historia de la maldición de una momia.


Un souvenir peculiar

Todo empezó en la década de 1860, cuando Thomas Douglas Murray viajó a Egipto con unos amigos. Como cualquier turista, uno procura traerse un recuerdo de un país tan exótico. Muchos se habrían conformado con una postal o una bonita página de papiro, pero Murray y sus amigos eran ricos y querían algo más exclusivo. El propio Murray contó en una revista la oportunidad que le surgió:


“No obstante, antes de abandonar la casa del cónsul, se nos informó de que en el edificio había algo a lo que podíamos echarle un vistazo, y en una habitación del piso superior encontramos un ataúd de momia ricamente ornamentado con su momia completa. […] Al levantar la tapa del ataúd exterior, que era sólida y muy pesada, aparecieron los colores más vívidos y el trabajo incluso más cuidado de la segunda caja, dentro de la cual estaba el cuerpo, todavía intacto […]. Las manos y el rostro de este ataúd interno estaban delicadamente talladas y pintados de brillante rojo con la imagen de una bella egipcia”.


Murray no podía dar más detalles porque la realidad es que compraron un objeto de contrabando a unos ladrones de tumbas. El peculiar souvenir en cuestión que se llevaron de vuelta a Inglaterra no fue una momia, sino la tabla de una momia: una cubierta de madera y yeso con el relieve de una mujer que servía para cubrir la momia como protección adicional antes de cerrar el sarcófago con su tapa. En cualquier caso, corría el siglo XIX, y las momias (o tablas de momia, a quién le importa) tenían un único apellido: “maldita”.


La maldición de la momia

Stead continuó su narración ante sus atentos oyentes con los vaivenes que de vez en cuando les recordaba que estaban en un barco. La maldición se cebó rápidamente con Murray y sus amigos. A uno de ellos le pareció buena idea adentrarse en el desierto para explorar un poco. Nunca regresó. Murray estaba cazando cuando se le escapó la escopeta de las manos y, al golpear contra el suelo, el arma se disparó y la bala le atravesó el hombro. Le amputaron el brazo.


Otro de sus amigos contrajo una enfermedad que lo dejó postrado. La maldición les persiguió hasta Inglaterra, donde el señor Arthur E. Wheeler perdió toda su fortuna y terminó sus días perdido en la miseria.


La hermana de Wheeler, Mrs. Warwick Hunt, heredó la pieza maldita y, con ella, su desdicha. Los ocupantes de su casa empezaron a sentirse mal. Una amiga de la señora Warwick dijo haber detectado una influencia maléfica en el objeto y avisó de la imperiosa necesidad de deshacerse de la momia. Warwick donó la momia al Museo Británico en 1889.


Del museo al Titanic

Ni mucho menos se acabó ahí la historia, para regocijo de los oyentes de Stead, cada vez con más humo de tabaco en el ambiente. Los trabajadores del museo dijeron que habían escuchado ruidos extraños que provenían de la tabla de la momia. Stead contó que el empleado que había transportado la caja de la momia al museo había sufrido un grave accidente. La tabla fue fotografiada para enviarle documentación a un experto encargado de estudiar la pieza.


Cuando revelaron la imagen, había una forma humana delante de la tabla. El fotógrafo murió. El experto devolvió la foto y quince días después se suicidó de un disparo.


Bertram Fletcher Robinson fue un periodista que escribió un artículo en 1904 para el 'Daily Express' hablando sobre “Una sacerdotisa de la muerte. La extraña historia de un ataúd egipcio”. Tres años después de su publicación, Robinson murió por unas fiebres. William Stead explicó entonces que el Museo Británico había decidido vender la pieza. Él llevaba un tiempo siguiéndole el rastro a la momia para escribir un reportaje. Sabía que había sido comprada por un estadounidense y que sería transportada en barco desde Inglaterra. Stead explicó que la momia viajaba con ellos en ese momento, a bordo del Titanic.

Más de uno habríamos sujetado nuestra pipa con la boca para liberar nuestras manos y aplaudir. Una gran historia para pasar el rato, sin duda. No sabemos cómo terminaron la noche aquellos caballeros de la sala de fumadores, pero todos sabemos cómo acabó el Titanic el 12 de abril de 1912. William Stead no sobrevivió al naufragio.


A la leyenda todavía le quedaba carrete. La tabla de la momia quedó a flote y fue rescatada. Pasó un tiempo en Estados Unidos y en 1914 fue enviada de nuevo a Inglaterra en el Empress of Ireland. Este barco también naufragó y murieron alrededor de mil personas. ¿Adivinas qué salió a flote y volvió a ser rescatada? La momia fue a parar a una subasta. La compró un alemán y se la entregó al káiser Guillermo, que ese mismo año inició la Primera Guerra Mundial. Si apuramos un poco más, seguro que la momia también ha sido culpable de que pisaras aquel charco de agua el día que estrenabas zapatos o cuando te quemaste la lengua con un café con leche y esas gotitas de lava hirviendo que añaden en algunas cafeterías.


The Unlucky Mummy

Como resulta obvio, todo esto no son más que una sarta de mentiras. La tabla de la momia fue donada al museo en 1889, sí, pero jamás salió de la institución hasta 1990 y luego en 2007 como préstamos para exposiciones temporales. Actualmente se puede ver en la sala 62 del museo y está identificada con el número 22542. Mide 1,62 metros, conserva sus vivos colores en la pintura y originalmente cubrió la momia de una mujer, posiblemente una sacerdotisa de Amón Re. En el catálogo online del Museo Británico puede encontrarse como The Unlucky Mummy (“La momia de la mala suerte”). En la sala se ofrece una escueta descripción con ese carácter insulso habitual de las cartelas:


“Tablero de momia pintado de una mujer sin identificar. Finales de la XXI dinastía - principios de la XXII, alrededor de 950-900 antes de Cristo. Procedente de Tebas”.


Con esta información pasa desapercibida entre los miles de visitantes que pasan cada día por el museo. En cambio, la sacerdotisa sigue ahí, observándoles desde la vitrina.

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