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Tambora: el volcán que dio vida a Frankenstein.



Aquel día del 5 de abril el cielo se oscureció en un radio de más de 300 kilómetros. El geólogo Charles Lyell escribió: “En Java, la oscuridad ocasionada durante el día por aquellas cenizas fue tan profunda que jamás se había visto nada igual ni en la noche más oscura”.


La erupción del Tambora fue 100 veces mayor que la del monte St Helens de 1980 y diez veces mayor que la del Krakatoa en 1883. Incluso fue mayor que la explosión del volcán Santorini en 1630 a.C. que dio origen a la leyenda de la Atlántida. Algunos autores han identificado erróneamente esta erupción con la novena plaga de Egipto de la que habla el libro del Éxodo: «Reinaba sobre la tierra de Egipto una oscuridad que incluso se podía sentir». Algo muy parecido a la ominosa oscuridad relatada por Lyell. Dos meses después, en junio, en el otro extremo del mundo, las temperaturas habían caído varios grados centígrados. En Vermont, Estados Unidos, la cosecha se arruinó y era difícil ver; en Connecticut hubo una gran helada; en Manhattan los pájaros cantores caían muertos por estar a la intemperie y en Virginia un rico granjero de nombre Thomas Jefferson perdió tanto trigo que tuvo que solicitar un crédito de 1 000 dólares.


A pesar de lo que pudiéramos creer no fue la ceniza volcánica la responsable del enfriamiento del planeta sino el dióxido de azufre.Mucho más liviano que las cenizas, sube a la alta atmósfera donde, en combinación con el agua, se convierte en ácido sulfúrico. Y son esas gotitas de ácido, más conocido por nuestras abuelas como salfumán, las responsables del enfriamiento. De hecho, la cantidad de luz solar que pueden llegar a reflejar es equivalente a si dejara de llegarnos del Sol un 2% menos de luz. Toda una sombrilla de ácido sulfúrico.


En lo que se conoce como el año sin verano, en 1816 la situación fue crítica en todo el mundo: en Irlanda la helada arruinó la cosecha de patatas, en Francia los campesinos se amotinaron alrededor de los sacos de trigo, en Suiza el maíz, las patatas y el pan eran tan escasos que en las calles de Zurich los mendigos tuvieron que comerse los gatos callejeros para sobrevivir. Y en la región del nordeste de China llamada Shanxi fue tan azotada por el frío y las hambrunas que miles de campesinos tuvieron que emigrar hacia el Sur y el Oeste.


La gran novela gótica

El verano de 1816 fue especialmente desapacible en todo el hemisferio norte. Poco podíamos imaginar que semejante fenómeno fuera a ser el detonante de una de las novelas de terror más conocidas de la historia.

Las cosas a veces no salen como se planean, y el esperado descanso repleto de excursiones junto al lago Lemán (Suiza) que iban a disfrutar el poeta inglés de 24 años Percy Shelley, se vio truncado por un tiempo lluvioso. Iba acompañado de su amante de 19 años, Mary Wollstonecraft Godwin, el segundo hijo de ambos, William, y la hermanastra de ésta, Claire Clairmont, que esperaba un hijo de George Gordon Byron, famoso por su poesía y sus escándalos. Obligados a quedarse en casa por culpa de la continua lluvia, pasaban los días y las noches en la villa que Lord Byron habían alquilado cerca de la suya junto con su amigo y compañero de viaje, el médico John William Polidori.


Entre sus inacabables conversaciones estaban los experimentos de galvanismo y la posible reanimación de la materia muerta, siguiendo el hilo de pensamiento que había dejado escrito en un poema de 1802 el médico Erasmus Darwin, abuelo del famoso biólogo y naturalista. La lectura de historias alemanas de fantasmas, un sueño especialmente aterrador donde Mary vio a un hombre que daba la vida “al horrible fantasma de un hombre extendido” y el reto de Lord Byron a sus compañeros de charla de escribir un relato corto de terror, hizo que la joven inglesa pergeñara en unas pocas cuartillas la que acabaría convirtiéndose en la más famosa novela de horror gótico, Frankenstein, que publicó en 1818 forma de libro con su nombre de casada, Mary Shelley.


La idea de que la electricidad podía ser la causa de la vida nace en 1786, cuando un italiano de nombre Luigi Galvani se divertía realizando experimentos en su laboratorio. Un día observó que una pata de rana diseccionada se contraía cuando se la colocaba cerca de un generador electrostático. Galvani, intrigado, continuó investigando este fenómeno tan sorprendente. A su nuevo vástago lo bautizó con el nombre de electricidad animal, que más tarde se conocería como galvanismo.

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